De mi niñez recuerdo lo engorroso y –en la misma dimensión– frágil que era “ser hombre”. Podías lucir como un machazo a lo Sean Connery y así construir una “trayectoria macha” impecable, siempre ruda, poderosa en fuerza física y carácter de acero, con los eternos cuatro colores aburridos en tu ropa (azul, blanco, negro y gris), cuidando cada acción para cumplir con la norma social de la “hombría” (no llorar, no sentir, no flaquear ante el sentimiento ajeno, nunca nada de ternura), y un pequeñísimo gesto, cierta muñeca un tantito quebrada, un leve comentario cercano a la sensibilidad, o ese abrazo fraterno que merecía algún amigo, y todo lo levantado “machamente” se caía, destruyendo a fuerza de dudas y para siempre tu futuro.
Sí, “ser hombre” fue siempre un rascacielos durísimo de terminar, y eso que ya en los años 80 (en el tránsito de mi infancia a la adolescencia) seres muy “extraños” como Boy George aparecían en la televisión para inquietar a los padres, pero esos “raritos” eran artistas, claro, es decir, “depravados” con la licencia de la cultura que podían existir solo en el gueto escénico, el espacio de la representación; nadie se detenía en ellos como seres humanos ni el mensaje detrás de sus formas escandalosas.
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