CARLOS CASTÁN UN CLÁSICO CONTEMPORÁNEO

En este país nuestro nunca ha sido sencillo concitar acuerdos.

De hecho, son pocos los autores vivos que logran suscitar consensos de calado. Dentro del mundillo literario, siempre cainita, estimulante y con la faca dispuesta cuando el interfecto no viene de frente, encontrar un oasis de entendimiento es casi milagroso. Carlos Castán se ha mostrado como una de esas aleluyas. Observar como el gremio comulga mayoritariamente y reconoce el talento fabulador de un autor único es algo que te reconcilia con la profesión, con el entorno letra herido y hasta con el karma. La clarividencia de los textos de Castán es algo así como un axioma reconocible, un espejo de nuestros trayectos vitales y un marco gratificante del ejercicio de la literatura. Nadie está exento de la crítica. Ningún texto es perfecto, pero convocar el halago desinteresado y sometido a la más pura razón lírica no es nada habitual. Y no nos referimos aquí a la forzada unanimidad de las mayorías, no. Más bien se trata de un merecido y colegiado reconocimiento allá donde se aprecia una brillantez humilde, profusa y sin aspavientos. Las camarillas se rinden ante la naturalidad de una obra compacta en sus matices diversos, coherente en sus destellos plenamente estéticos y preciosismo prosístico. Si la creación es un inaprensible, descubrir dónde se esconde el misterio es algo así como rasgar el velo. Por eso, al leer unos relatos que han convertido a Castán en un clásico vivo, sólo podemos preguntarnos en qué lugar se halla la gracia, cuál es el estado anímico para escribir bello desde la hiel de la experiencia y las mentiras que sumadas conforman ficción.