Laurence Debray es hija del filsofo Rgis Debray y la historiadora Elizabeth Burgos. Sus padres provenan de familias acomodadas y tradicionales la de l parisina, la de ella venezolana, y ambos abrazaron la causa revolucionaria de Fidel Castro y el Che. En 1967 Rgis Debray se uni al Che en Bolivia, fue detenido y poco despus cay el lder. Sufri acusaciones de haberlo traicionado y fue condenado a treinta aos de crcel, de los que cumpli solo algo ms de tres gracias a los buenos oficios de la diplomacia francesa y a una amnista. Despus vinieron aos de bohemia y refugio en la escritura, y, con la llegada al poder de Mitterrand, los cargos pblicos: l como asesor del presidente, ella como directora de la Maison de lAmrique latine... En este libro sincero y directo, Laurence Debray ajusta cuentas con el pasado y relata el mito y la verdad de sus progenitores revolucionarios y de su propia vida. Y as, aparecen el padre ausente, la madre que quiso ser libre y acab encajonada en el papel de esposa de intelectual comprometido, su infancia austera y solitaria en Pars, el medio verano que pas en un campamento de las juventudes comunistas cubanas, la estancia en Sevilla, donde Alfonso Guerra se convirti en un padre adoptivo, y despus su paso por Venezuela, Londres, Nueva York... Un libro sincero, tierno y feroz; el testimonio de los hijos del 68. Qu Leer se complace en ofrecerles un breve avance.
Vivía con la angustia de tener que confesar en el cole-gio la profesión de mi padre. Me habría encantando decir «abogado» o «médico», que el 14 de Julio se va a su finca de Normandía, juega al tenis el fin de semana y celebra la Navidad rodeado de sus hijos alrededor de un gran abeto. «Escritor» no me pa-recía una actividad seria, un poco como jardinero o manitas, así que me decidía por «funcionario, con la esperanza de que mi padre no dimitiese todavía de su enésimo cargo.
Me enteraba de aquellos cambios escuchando la radio por las mañanas, como todo el mundo. Ha-bría agradecido algún pequeño aviso por su parte: nunca tuve derecho a ninguna explicación o prea-viso, los medios se encargaban de nuestra comu-nicación interna. Pocas veces me sorprendía, solo me sentía un poco decepcionada. Sabía que sufría «dimisionitis», enfermedad poco corriente entre los hombres de poder, que no pueden permanecer mucho tiempo sin secretaria, chófer, ni agitación inútil. Se sienten aún más indispensables si una agenda vacía los asusta. Por desgracia, mi padre no era un hombre de poder. No sabía aprovecharlo ni conservarlo. Necesitaba silencio para reflexionar; le costaba hacer concesiones. «¿Cómo quieres que siga siendo maître des requêtes ante el Consejo de Estado si ya no hay Estado?», me dijo cuando le reproché, en 1992, su enésima deserción. Yo tenía la esperanza de que aquello no suscitara polémica. Pero él no podía dejar de escribir un artículo en Le Monde para explicar, alertar y justificarse.
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