Antonio Sánchez lo sabe muy bien. Es un baterista, digamos, nato. Su desempeño en el instrumento se percibe fluido, pero sin descuidar los matices: sabe en qué momento liberar el manotazo violento y cuándo tratar a la tarola con la delicadeza de un manipulador de uranio.
Apareció el hombre, luego la percusión. El primer instrumento musical fue el que no re quirió más que el uso de las manos. Pam-pam-pam. Al chocar dos piedras para hacer fuego surgía ya un crujido singular que se escurría por los oídos de nuestros antepasados. Al tiempo, estos utilizarían huesos de mamíferos para golpear piedras o troncos huecos para recibir los embates salvajes. Pam-pam-pam. Las tripas de animal estiradas y puestas a secar en algún momento les parecieron mejores para recibir los impactos, no sólo por su elasticidad o duración: sonaban más bonito.
Así, más o menos, se habría creado el ritmo, elemento sustancial para alabar a los dioses, para ofrendarlos con bailes y gritos y cantos que se amoldaban al compás del timbal. No hay un sonido más orgánico, más apegado a nuestra naturaleza –incluso a nuestra anatomía– que el que se produce al chocar un objeto con otro. Esa suerte de acercamiento al origen es algo que se revive una y otra vez cada que un baterista o percusionista martillea la tapa de sus tambores.
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