LEÍ TOKIO BLUES EN LA PRIMERA década del 2000. Estaba en la universidad, era una estudiante de literatura. No lo abrí de nuevo hasta la década siguiente, después de una reunión editorial. Éramos otros, el libro, yo. Esta vez, buscaba entre las páginas referencias sobre restaurantes y comida, anclas y descripciones de lugares que fueran de utilidad para organizar un itinerario y, eventualmente, trazar un mapa para recorrer Tokio. La premisa: traslapar la ciudad de la vida real con la de la novela, con el Tokio de Watanabe, el protagonista.
Para el que nunca leyó la novela, aquí un breve paréntesis: Tokio Blues (también conocida como Norwegian Wood) narra la historia de Watanabe, un personaje gris que recuerda su vida universitaria y su paso a la adultez, cimbrado por su relación con Naoko —una chica deprimida— y Midori, su antítesis vital e independiente.
Ajá. ¿Qué tiene esto que ver con la comida? Preguntan. Fácil. Además de que la novela transcurre principalmente en parajes de Tokio, tiene páginas enteras para subrayar pasajes que describen qué y dónde comen y beben sus personajes. “La comida provee el balance entre surrealismo y normalidad”, dice Elaheh Nozari sobre su constante presencia en la obra de Murakami; “sin importar qué tan fantásticas sean las historias, la comida es lo que hace a los personajes creíbles”, lo que hace fácil identificarse con ellos.
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