La definición de suntuosidad en la moda había variado poco hasta hace algunos años. Actualmente, cual caja de Pandora a la inversa, el lujo se ha abierto dejando salir múltiples e inesperadas manifestaciones que nos obligan a replantear la idea que hasta hoy teníamos de él.
Nunca olvidaré mi primera vez en Chanel Rue Cambon. El intoxicante olor a perfume –¿sería Mademoiselle?–, las alfombras y las flores, las chicas uniformadas que me hacían recordar aquel éxito francés de los 80: “T’as Le Lok Cocó”… Nada más entrar me ofrecieron champagne, pero me decanté por un café. Buscaba un broche. Tras mostrarme bandejas llenas de joyería que quitaban el aliento y después de un rato de cortejo y seducción, lo compré con las “C’s”. Todavía lo tengo y cada vez que lo utilizo me hace sentir igual de especial: único. Eso es justo lo que el lujo provoca: deseo cuando no se tiene, excitación cuando se adquiere y un gran confort cuando se posee.
Desde que la moda entró al circuito estacional –PV/ OI– después de la Segunda Guerra Mundial, la industria de lujo más o menos había tenido la misma mecánica: ser difícil de encontrar y adquirir, lo cual la volvía privativa de un sector bastante pequeño de la sociedad. Sus valores eran de alta calidad, materiales premium, diseño puntero y exclusividad. Y así se mantuvo por muchísimos años hasta que, de pronto, el concepto de lujo se desbordó para realmente satisfacer a una clientela cada vez más globalizada… y, por supuesto, menos targeteada.
LA FUENTE DE LA JUVENTUD
Esta historia es de la edición Noviembre 2018 de Harper's Bazaar en Español.
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