Y vivieron FELICES para siempre

San Valentín siempre ha sido la fecha ideal para reflexionar sobre nuestra vida amorosa, la inexistencia de esta o por qué no, para fantasear sobre un futuro en el que las que vivimos en soltería encontramos a la persona que nos haga dar el sí. Esta es mi muy personal reflexión sobre el matrimonio y también sobre las dudas que me representa el mismo.

- Briseida Ibarra

A partir de los veinticinco años, y más aún, mientras te aproximas a los treinta, pareciera que la época de otoño e invierno se convierten en un desfile interminable de propuestas de matrimonio. Resulta casi imposible abrir tus redes sociales y no ver stories de tus allegados felicitando a una nueva pareja que da el gran paso e instintivamente, ya sea que los conozcas muy bien o no del todo, reflexionas acerca de si te resultan un buen match, del tiempo que llevan juntos y de una que otra historia de su pasado solo para llegar a la conclusión de que no existen reglas para el amor.

Hasta no hace mucho tiempo, lo anterior no despertaba ningún tipo de inseguridad en mí, siempre me gustó estar conmigo misma y no sentía ningún tipo de presión por cumplir con un requisito social, aun más, considerando que me he dedicado a cumplir mis propias metas personales y profesionales, y sobre todo, que no he tenido a alguien con quien sintiera que podía compartir un compromiso para toda la vida.

Pero como si de la nada me encontrara en un episodio de Friends, por fin me sentí en esa tan icónica escena en la que Rachel, Mónica y Phoebe se sientan en el sillón mientras usan vestidos de novia y reflexionan sobre lo bien que se siente usarlos. No sé si sea porque he llegado a un punto de mi vida en el cual me siento satisfecha y cómoda con lo que he logrado o si mi mente simplemente me esté jugando una broma ahora que me acerco a los treinta y que siento la necesidad de reorientar mis metas y dar algún tipo de cambio.