
Campoverdi frente a la Casa Blanca en su último día de trabajo.
Durante el verano del 93, le pedí a mi madre que me comprara unos pantalones de talla 40. Por aquel entonces era una torpe y desgarbada nerd de 13 años. No era raro que mis compañeros de clase me llamaran palillo. De hecho, lo único que quería era llenar mi ropa de curvas como las demás chicas y, quizá, incluso llevar un brasier de verdad. Pero nada de eso importaba, porque ese fue el verano en el que me cautivó el estilo chicana de los 90 en Los Ángeles y la estética chola en particular.
Por aquel entonces, no entendía la importancia de la subcultura chola y sus raíces en la lucha contra el racismo sistémico, la discriminación y el desplazamiento. No tenía ni idea de que las pachucas, las primeras cholas, surgieron en Los Ángeles en los años 50 y 60, por un sentimiento de desafío y rebelión contra las normas de feminidad y blancura. Esto se había transformado en la estética chola de mi adolescencia en el sur de California en los años 90, un look que con el tiempo se asoció más estrechamente con la cultura de las bandas, con sus aros dorados, el pelo alborotado, los pantalones anchos y el grueso delineador de ojos negro. Mirando atrás ahora, tiene sentido que me sintiera atraída por una forma de vestir nacida del desafío y la supervivencia, porque cuando rebuscaba entre un montón de jeans arrugados en el Fox Swap Meet de Venice, también buscaba una armadura.
Alejandra Campoverdi con su abuela
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