UNO DE LOS MEJORES ASPECTOS de mi trabajo son los viajes: andar de arriba para abajo, comiendo, indagando, probando. Al paso de los años, ya tocando las puerta de los cuarenta, vine a entender una cosa: que sí, que en los viajes es importante explorar, adentrarse en la cultura local, perderse para encontrarse (y todas esas cosas) pero, ya con la costumbre de las comodidades, es igual de importante tener un lugar para tocar base.
Me entenderán si les digo entonces que a la fecha una de las cosas que más disfruto de los viajes son los hoteles: esos con una cama cómoda, una conexión a Internet estable, un blackout impenetrable y servicio a la habitación, ese lujo absoluto de tener, a sólo una llamada de distancia —a veces a deshoras, en la madrugada— un suculento club sándwich.
En mi libro, el club sándwich es el salvavidas del viajero. Es el plato del check-in y el check out. Una comida completa y satisfactoria que lo mismo te espera a las cuatro de la mañana —después de un vuelo largo o de una noche de copas— y el que te despide, cuando queda poco tiempo para una comida formal, antes del regreso a casa.
Hay algo sentimental atado también a él. Cuando uno es el extranjero —el distinto, el otro en algún destino— el club sándwich es la cara familiar que a veces se agradece entre tanta novedad y diferencia. Un sabor reconocible, afable, una dosis de calorías entre panes que saben a la satisfacción de una tarde de viernes sin pendientes ni dejo de preocupación. Suena increíble pero no exagero en todo eso que una dosis de comfort food puede hacer por el ánimo de una persona.
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