Selena – La leyenda

La texana logró proyectar un sentimiento de orgullo por lo que se es, conciliar las diferencias entre dos mundos y asumir la singularidad más como una oportunidad que como una desventaja.

- Por Carlos Jesús González

Hay una escena particularmente buena en el metraje Selena, dirigido por Gregory Nava en 1997. En ella, Abraham Quintanilla Jr., padre de la mítica cantante –y a quien el gran actor chicano Edward James Olmos se encargó de dar vida en la pantalla– maneja su vagoneta bajo el sol texano; un sol dilatado y seco que sólo puede soportarse con las cortinillas corridas. En el puesto del copiloto está sentado su hijo Abie (Jacob Vargas) y detrás de ellos se encuentra la más pequeña de los Quintanilla, Selena (Jennifer Lopez, en el rol que la pondría en órbita), quien echa el cuerpo hacia delante para involucrarse de lleno en la discusión. Y es que tanto Abie como ella coinciden en que la oferta realizada al grupo Selena y Los Dinos para que toquen en Monterrey, Nuevo León, debe de aceptarse sin condiciones. Pero papá Quintanilla no opina lo mismo.