Al primer mes de cuarentena, no ca-bía en la felicidad: sin tráfico, tiempo para experimentar en la cocina, una cerveza cada tarde. Medio mes más tarde, la ansiedad por ver algo más allá de mi ventana o la pantalla del celular era difícil de ignorar. Más cuando pensaba que esos pequeños edenes que encontraba tras bajar del avión estaban restringidos en pro de evitar el contagio. Por ello, despertar y observar el Caribe esa mañana era aún más invaluable.
Mi pesimismo y el encierro me hizo evitar el tema de viajes, pero no podía ser así para un sector que produce cerca de 8.7% del PIB en México, por lo que la premisa de innovarse o morir era literal. ¿Asolearte con una careta? ¿Plásticos de un solo uso? ¿Roadtrips largos? Las apuestas viajeras del año mutaron a evitar contagios. Al término de junio los vuelos ya se escuchaban sobre la capital y varios estados que tienen al turismo como fuente de ingresos más importante, como en Quintana Roo, iniciaron la apertura gradual de la industria.
En el aeropuerto los cambios de la nueva normalidad estaban por todos lados: cubrebocas, caretas y guantes, que son ahora son los objetos de deseo. Sólo los viajeros pueden acercarse al mostrador en unifila, donde las maletas son desinfectadas, y el gel antibacterial abunda en cada esquina. Antes de cruzar seguridad y mientras lleno un formato de viajes que solicitan a los pasajeros, veo a una chica con cabello rosa llorar sin poder despedirse o abrazar a su novio antes de partir.
この記事は Harper's Bazaar en Español の Octubre 2020 版に掲載されています。
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