Sting posee una vida encantadora, además de un nuevo álbum. Entonces, ¿por qué no puede dejar de pensar en la muerte?
Sting se sienta en un banquillo en el cuarto de ensayos situado en Sunset Boulevard de Los Ángeles. Abraza a su bajo en lo que espera a Vinnie Colaiuta, el baterista que le ayudará a ensayar “50,000”, un lamento dirigido a Bowie, Prince, Lemmy y otras pérdidas que ha sufrido el mundo de la música recientemente. El tema figura en 57th & 9th, su primer álbum de rock en 13 años. Sus bíceps estilo Springsteen se asoman por debajo de una playera gris [esos músculos por los que las mujeres fingen echarse aire en la cara cuando lo miran]. Otros sonidos se cuelan por las paredes. Es Kiss del otro lado de la puerta. “¿Conoces a Gene Simmons?”, me pregunta Sting minutos después. “Un tipo interesante”.
En los tres días que pasé a su lado, Sting jugó con la percepción que normalmente se tiene de él, la de un austero dios del rock con un gran ego. En algunas ocasiones falló: Humildemente presumió que acaba de recibir un premio de Broadcast Music Inc. pues el tema “Every Breath You Take” ha sido escuchado 13 millones de veces en Estados Unidos. “Eso es bastante”.
Sting ahora parece disfrutar de la broma que representan sus conocidas prácticas de sexo tántrico y su afán por ser un ego maníaco. Durante un descanso en el ensayo, hace un riff extendido en su laúd que tiene más de 10 años. “La gente se enojó conmigo”, recuerda. “Decían: ‘No quiero escuchar un pinche laúd’. Y contestaba: ‘¿Qué tiene de malo el laúd?’. Es como el Monty Python de los instrumentos”.
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