Tomo asiento en la silla de madera en la cocina que me han señalado. La brillante capa negra de peluquero me cubre los hombros como si fuera un superhéroe. El espejo se balancea sobre la mesa de la cocina, con un ángulo demasiado alto, solo me permite ver mi frente. No es lo ideal cuando te cortan el pelo. Aun así, confío en la estilista, a cuya casa me ha traído mi madre. Es la primera vez que la veo, pero soy tontamente optimista al creer que me convertirá en la modelo de la página que he arrancado de Just Seventeen. Tengo 14 años (así que esto ocurrió hace 20). Friends está en su apogeo y los cortes a capas están de moda. Permanezco callada mientras la estilista –no recuerdo su nombre, o lo he reprimido por el trauma– recorta, empluma y finalmente masacra mi melena castaña de media longitud. No tengo ni idea de lo que está pasando porque no veo nada, hasta que, una hora después, termina y me lleva al espejo para que (ad) mire su *espectacular* resultado. Quería parecerme a Rachel, pero terminé viéndome como Worzel Gummidge.
“¿Te parece bien, Harriet?”, me pregunta. “No”, pienso. “¡Odio lo que has hecho. Nunca más le gustaré a nadie. Has arruinado mi vida!”. Pero, en cambio, de mi boca sale: “Sí... de maravilla... mucho mejor”. Mamá paga, más la propina, y yo salgo corriendo hacia la puerta principal. Desde aquel entonces (quizá desde siempre), he estado complaciendo a otras personas, muchas veces, a mi costa.
Denne historien er fra Marzo 2022-utgaven av Cosmopolitan en Español - México.
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