Si ya tienes una edad, es probable que lo recuerdes: desde principios de siglo hasta 2015, aproximadamente, acercarse a según qué áreas de cualquier ciudad mediana o grande (en Madrid, hablamos de las inmediaciones de la plaza de España y la calle de la Luna) equivalía a cruzarse con tropillas de adolescentes vestidos de negro que portaban al menos una prenda o complemento de Pesadilla antes de Navidad junto a los de Death Note y (según el año) Evanescence o My Chemical Romance.
Disertar acerca de dicho look es algo que no nos compete, y que en su momento tampoco sorprendía tanto: el proceso evolutivo que partió del gótico de toda la vida (o "siniestro", para los clásicos) hasta la figura primisecular del emo, tan apta para la chufla en medios generalistas, era uno de tantos que se habían dado en la cultura popular.
Lo que sí llamaba la atención, desde un punto de vista cinéfilo, eran aquellas efigies de Sally y Jack Skellington que competían con las de Light Yagami y Emily the Strange (¿la recuerdas?) por figurar como mascotas de la tribu. Sumando a dicha ubicuidad unas cifras de taquilla que crecían sin parar, desde los 118 millones de dólares de La novia cadáver hasta la apoteosis de Alicia en el país de las maravillas y sus mil millones y pico, estaba claro que Tim Burton ya no era solo un bicho raro de Hollywood: aun al precio de estandarizar su cine, convirtiéndolo en una suma de rasgos identificables con el rostro de Johnny Depp al frente, el hijo más lóbrego de la soleada California (nació en Burbank, ciudad a la que él apodaba "la sima infernal", en 1958) se había sobrepuesto a un bache crítico (El planeta de los simios, 2001) para petarlo a lo grande. Y uno, ante los filmes de marras, no sabía si alegrarse o ciscarse en todo.
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