Susan Baker con su hijo y su tabla de letras.
DESPUÉS DE una somnolienta mañana de sábado el día del 15 cumpleaños de mi hijo Andrew, lo llevo a una zapatería cerca de nuestra casa para comprarle unos zapatos. Sabemos el estilo y la talla, y calculamos el tiempo para llegar justo cuando abran. Andrew es autista y no habla, así que prefiere ir de compras cuando las tiendas no están llenas.
“El 41 de esos zapatos negros, por favor”, le digo a los dos empleados de la tienda cuando llegamos.
Andrew desliza sus pies con los calcetines en los zapatos sin protestar ni golpearse la cabeza (signos de angustia que hemos vivido en ocasiones). Le quedan perfectos. Pagamos y doy las gracias a los dependientes.
Al salir por la puerta, comento: “Hoy es el cumpleaños de Andrew. ¡Quince! Ya tenemos zapatos nuevos y nos vamos a celebrarlo con la familia”.
CUANDO MIRAMOS POR ENCIMA DE LA PIZARRA, LOS DEPENDIENTES ESTÁN ASOMBRADOS.
“¡Feliz cumpleaños!”, responden los dependientes. “¡Pásalo bien!”
Lo que ocurre después solo sucede cuando la voz interior te dice que hagas las cosas de manera diferente. En lugar de hacer que Andrew apunte al símbolo de “gracias” en el gráfico que lleva consigo, hago una pausa y sujeto su pizarra de letras.
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