ATRACCIÓN NATURAL

Las comarcas del interior de Tarragona escaparon a la industrialización, y lo que antes parecía una desgracia, hoy bendice una tierra que propone un recorrido muy natural que empieza en Montblanc y termina en el Montsant, pasando por los recuerdos medievales de Poblet, Prades o Siurana.

Dicen que la identidad no deriva de donde se nace, sino de donde uno transcurre esa etapa de crecimiento y confusión que llamamos adolescencia, y debo decir que en mi caso la afirmación se cumple a rajatabla. En cuanto me acerco a las tierras tarraconenses de la Conca de Barberà, los paisajes del pasado cobran vida, a veces en forma de olor de estufa de leña, de tomillo agreste o de sutil aroma a vainilla de unas galletas que primero se fabricaban en el pueblo de mi padre y que, por cosas del destino y de la economía, cambiaron la sede del obrador a la entrada de Montblanc, capital de la comarca. Las características murallas de la villa ducal se distinguen a la perfección desde la autopista, aunque ganan en prestancia a medida que uno se acerca por la carretera nacional. La tradición quiere que una leyenda tan querida en Catalunya como la de Sant Jordi matando al dragón se ubique en esta localidad, excusa perfecta para celebrar cada año una semana medieval en primavera. Lo de villa ducal viene de lejos, del año 1387, cuando el rey Joan I de Aragón concedió el título de duque de Montblanc a su hermano Martín el Humano, un modo de diferenciarlo y ponerlo por encima de otros nobles, pero sin pasarse, no fuera que acabara siendo rey… como así fue. A partir de ahí, la población fue creciendo y dotándose de iglesias tan notables como la de Santa María, con una plaza empedrada con cantos rodados frente a su puerta que hace las delicias de quienes se acercan calzando tacones, si bien mi curiosidad favorita se encuentra un poco más abajo, en la Plaza Mayor y bajo los soportales del edificio de Can Malet. Allí se ubican unas medidas para el grano labradas en bloques de piedra, que servían para vender cereales contando con un sistema a prueba de engaños; bastaba con llenar el recipiente oficial y verter luego el contenido en un saco gracias a la apertura inferior. Hoy es más habitual encontrar algún crío metido en el rasero, imaginando que es una nave espacial.