De Japón con amor

Este mes celebramos con una edición especial a un fenómeno cultural imparable, que hoy representa más del 60% de las transmisiones animadas a nivel mundial: el anime. Porque ser otaku es saber que la imaginación no tiene fronteras.

- Por Jesús Chavarría

Contrario a la idea que muchos de los fans más radicales suelen alimentar, sobre una supuesta rivalidad entre la animación occidental –especialmente la del tipo cartoon– y el anime, éste último es uno de los más claros ejemplos de la sana y enriquecedora retroalimentación que suele darse entre las manifestaciones artísticas. Surgido a principios del siglo pasado, desde su génesis misma, el anime fue influido por propuestas originadas en lugares fuera de las fronteras de Japón –desde la llegada misma del cine a ese país–, que le sirvieron como base para realizar su propia exploración, tanto creativa como de métodos de manufactura. Esto dio como resultado lo que hoy conocemos como el anime moderno –cuyos antecedentes están en los trabajos de Yasuji Mori, Yugo Serikawa y Taiji Yabushita–. Es decir, fue este encuentro de sensibilidades estéticas el que dio como resultado una industria de producción brutal, un fenómeno cultural con una identidad propia –consolidada por supuesto por el célebre Ozamu Tzuka–, y tan poderosa y atractiva, que finalmente le devolvió el favor al resto del mundo: se convirtió en una referencia obligada, no sólo en el campo de la animación, sino en el de las propuestas en live action, como Matrix y Kill Bill, por ejemplo.