Hitos como “The Weather Project”, de Olafur Eliasson (2003), hacen que el Tate Modern sea el museo de arte moderno más popular a nivel mundial.
“La trivialidad de estos conceptos y la arbitrariedad con que se aplican pueden ser irritantes, y las yuxtaposiciones a menudo son visualmente discordantes”, leía un editorial en The Burlington Magazine, el venerado diario artístico. “La falta general de continuidad desorienta [y] no somos reorientados, no se ofrece una visión fresca: las salas temáticas tienden a alentar un paseo sin sentido a través de un patio curatorial”.
A tales jueces no les gustó la ubicación (un pedazo sucio del banco sur del Támesis), criticaron el diseño del edificio (una central eléctrica renovada, con gran parte del interior mantenido intacto) y se fueron lanza en mano contra la primera exposición temporal, Century City, que mostraba escenas del arte de diferentes urbes del mundo (“la sección dedicada a Lagos es tan débil que te sientes como un cerdo racista, imperialista y colonialista por atreverte a decirlo”, decía The Guardian). Las objeciones más importantes eran contra el agrupamiento del arte por temas en lugar de por periodos y por la cantidad de obras de sitios de fuera de Europa y América. A decir verdad, los curadores del Tate Modern esperaban las reacciones, pero creían que su forma de hacer las cosas era justa e interesante.
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