Philip Marlowe, detective privado, no había abierto las puertas de su despacho del número 615 del Edificio Cahuenga (Hollywood Boulevard) desde 1958. Desde entonces casi todos sus casos, escritos y registrados por Raymond Chandler, ya se habían adaptado a la gran pantalla. Pero el rastro de sangre, whisky y humo de aquel tierno cínico no se desvanecía. Así que los productores Elliott Kastner y Jerry Bick decidieron abrir el archivador de metal y desempolvar la memoria de un viejo crimen, El largo adiós, una de sus últimas novelas, solo adaptada a la televisión. Lo haría de la mano de una sospechosa habitual: Leigh Brackett, casi con toda seguridad la guionista más prestigiosa de la historia de Hollywood. Colaboradora habitual de Howard Hawks, había filmado con él (y con la ayuda de nada menos que un premio Nobel como William Faulkner), el sancta sanctorum de las adaptaciones de Chandler: ni más ni menos que El sueño eterno (1946), con Marlowe interpretado por Humphrey Bogart. Brackett quería probar algo nuevo: convertir a Marlowe en un anacronismo. Un detective dormilón de los años 40 que se despierta en un Los Ángeles de los años 70, en el cual, como es lógico, tiene serios problemas para entender lo que ocurre a su alrededor. Un tipo que se pasea con traje y corbata de enterrador, cigarrito en ristre, por un mundo de hippies luminosos y matones vigoréxicos, aferrado a una realidad que, como su gato en la célebre primera escena, se le escapa. ¿Quién podría aportar semejante melancolía al personaje? Kastner pensó en Robert Mitchum y en Walter Matthau, pero ni uno ni otro parecían interesados. Llamó entonces a su amigo Elliott Gould, un actor que llevaba dos años en el dique seco.
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