Hay viajes que no acaban nunca. En 1974, Emmanuelle cogió el avión con origen París-Orly y destino Don MueangBangkok. La misma ruta que, este otoño, pasado el rigor de la canícula, van a emprender la directora Audrey Diwan (El acontecimiento) y la actriz Noémie Merlant (Retrato de una mujer en llamas), junto a Will Sharpe y Naomi Watts. Un viaje soleado y sensual que se inició en París, en el puente de Bir-Hakeim, donde se conocieron Paul (Marlon Brando) y Jeanne (Maria Schneider). Un puñado de mantequilla después, El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972) se había convertido en un fenómeno mundial y reconfiguraba lo que se podía ver en una pantalla de cine.
Tras comprar los derechos por cuatro francos, el productor contrató a una buena nómina de prestigiosos profesionales. Dos colaboradores habituales de François Truffaut, Jean-Louis Richard (La noche americana) y Claudine Bouché (Jules y Jim), se ocuparían del guion y del montaje, respectivamente. Intentó convencer a Michel Piccoli para que fuera su Marlon Brando e interpretara a Mario, el madurito cicerone sexual de Emmanuelle. El papel recayó, finalmente, en Alain Cuny, habitual de Marcel Carné y Federico Fellini, que aceptó con la condición de que su nombre no figurara en el cartel. A los veteranos se sumarían unos entusiastas novatos provenientes de la publicidad, encabezados por el director Just Jaeckin, fotógrafo de Vogue. Reacio en un principio, aceptó después de que una pitonisa le dijera que tendría un gran éxito como director de cine.
La clave de bóveda de todo el proyecto era, sin embargo, una protagonista que no acababa de aparecer. Jaeckin no daba con la actriz asiática que deseaba y las francesas se negaban a desnudarse por exigencias del guion. Finalmente, la elegida fue Sylvia
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