Clara no era simplemente una niña encantadora que no haría daño a una mosca. Era mucho más que eso. Una vez nos encontramos una zarigüeya muerta a un lado del camino, cuya descendencia minúscula, ciega y desnuda, debía haberse salido de la bolsa incubadora de su madre, junto a la que yacía. ¿Podíamos simplemente mirar con tristeza, sentirnos abatidos, y seguir caminando? Por supuesto que no.
“¡NO PODEMOS DEJARLA MORIR!”, anunció Clara con la furia de Juana de Arco. ¿Qué podía argumentar yo? Poco después y sin darme cuenta estaba haciendo una búsqueda en Google, corriendo a comprar leche de gato, (sí, se puede comprar aunque suene raro), y un cuentagotas, e intentando inútilmente mantener vivo durante más de 12 horas algo del tamaño de un cereal.
Después de aquello tuvimos que celebrar un funeral con todo lujo de detalles.
Al año siguiente, todos (familia, vecinos, compañeros de clase) firmamos la petición de Clara para el primer ministro de Canadá para que “salvara a las palomas”. Esto fue después de que viera a una de estas aves urbanas aplastadas por un coche de camino al colegio. No sirvió de nada tratar de explicar a Clara que las palomas no eran exactamente una especie en peligro de extinción y que se lo pasaban muy bien en todas las ciudades del mundo dándose festines a base de restos de pizza y patatas fritas. (Mi parte favorita de ese episodio fue cómo deletreó su súplica con lápiz: “Salve a las Paloms”).
Bu hikaye Selecciones Reader´s Digest dergisinin Abril 2022 sayısından alınmıştır.
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