Ni Isabel ni su padre estaban predestinados a reinar, pero ambos aceptaron el trono por el bien de Gran Bretaña. Estos fueron los primeros pasos en la vida de una joven que, inesperadamente, se convirtió en la más alta representante del mayor Imperio del mundo.
Cuando la futura Isabel II nació, aún ocupaba el trono su abuelo, Jorge V, y el primero en la línea de sucesión era su primogénito Eduardo, príncipe de Gales. Le seguía Alberto, duque de York (futuro Jorge VI), dieciocho meses menor y con quien su progenitor se mostró especialmente estricto. Alberto tuvo una infancia difícil. Hubo de soportar que le atasen la mano izquierda por ser zurdo y que le entablillasen las piernas por ser patizambo. Extremadamente tímido, enmudecía a menudo a causa de su tartamudez, que en aquel tiempo se relacionaba con una inteligencia escasa. Eduardo era radicalmente distinto y, a medida que se hacían mayores, la diferencia entre ambos resultaba más evidente. Pese a todo, los hermanos estaban muy unidos, aunque eso pronto iba a cambiar. Eduardo era un joven encantador de vida disipada, seguidor de la moda y amante de la ostentación y la adulación del pueblo. Delgado, rubio, de ojos azules y bonita sonrisa, simpático y galante, encarnaba para muchas jóvenes el ideal del príncipe azul. Por su parte, lejos de las formalidades de sus padres y de la sofisticación de su hermano mayor, Alberto llevaba una vida modélica, tranquila y comedida. Su boda con lady Elizabeth Bowes-Lyon, una joven de la aristocracia escocesa de la que estaba profundamente enamorado, fue una inyección de moral para su baja autoestima, además de un gran apoyo emocional. Ella tenía buen humor y buenos amigos, y sabía disfrutar de la vida. Se casaron en 1923 y su primera hija, Isabel (la futura Isabel II), nació tres años después. La segunda, Margarita, llegaría en 1930 [ver recuadro 1].
HERMANO “BUENO”, HERMANO “MALO”
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