EN LOS 60, con el comienzo del desarrollismo y la conversión de España en un paraíso turístico, el flamenco volvió a tener un lugar central en el ocio. Pero en un ocio en cierto modo desnaturalizado: un ocio para turistas. El franquismo acrecentó esa imagen del flamenco como algo asequible a todos, como algo amable, promoviendo a ciertos cantantes, prohibiendo a otros. Toda la carga subversiva, incluso canalla que el flamenco tenía, se calló. Frente a ese silencio y esa domesticación, hubo ciertas películas que intentaron reaccionar. La primera fue De barro y oro ( Joaquín Bollo Muro, 1966), en la que Juanito Valderrama interpretaba a un juguete roto, a un cantaor destruido por el alcohol y la indiferencia. Después llegó Último encuentro (Antxón Eceiza, 1967), un intento de conjugar flamenco y melodrama, en una película que mostraba el después del éxito y el renombre.
Hubo una tercera película que ahondaba en esta tendencia trágica y autodestructiva del flamenco, que lo sacaba de los tablaos de moda y lo llevaba a lúgubres tabernas y a barrios de chabolas. Su título no podía ser más explícito, Los flamencos (1968), y su director era un joven Jesús Yagüe. Este había dirigido en 1965 Megatón Ye-Ye, que bajo la apariencia de una comedia pop, desenfadada y romántica, anunciaba cambio radical: los jóvenes de los 60 no compartían la escala de valores de sus padres y habían adoptado otra, más libre, más cosmopolita, más rebelde.
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