Julio César y Pompeyo Magno, dos brillantes generales romanos, rivales ambiciosos y sedientos de poder, conquistaron vastas extensiones territoriales para la República romana. Pompeyo, emulando a Alejandro Magno, dominó el Oriente con sus campañas militares, mientras que César, con su audacia y estrategia, conquistó la Galia hasta las costas del Atlántico. Ambos generales deseaban continuar sus conquistas y expandir aún más el poder de Roma. Sin embargo, el Senado romano, temeroso del creciente poder de estos dos líderes y de las posibles consecuencias para la estabilidad de la República, se opuso a sus planes de expansión.
Este conflicto entre el afán de conquista de los generales y la resistencia del Senado marcó un punto de inflexión en la historia de Roma. El sistema político republicano, diseñado para una ciudad-Estado, se mostró incapaz de gestionar un imperio en expansión y de contener las ambiciones de líderes carismáticos y populares como César y Pompeyo.
La tensión entre estos dos generales y el Senado desencadenó una serie de acontecimientos que condujeron a la guerra civil, al fin de la República y al surgimiento del Imperio romano.
PATRICIOS Y CÓNSULES
La arraigada tradición antimonárquica romana, nacida de la expulsión del último rey, Tarquinio el Soberbio, en el 510 a. C., cimentó un sistema republicano avanzado. Un Senado compuesto por patricios tomaba decisiones colectivas y delegaba el gobierno en cónsules, cuyos mandatos anuales limitaban su poder.
Este sistema, eficaz para una ciudad-Estado, se vio desafiado por la expansión de Roma a finales del siglo i a. C. El vasto imperio, que abarcaba desde Hispania hasta Egipto, con sus múltiples culturas y lenguas, exigía un liderazgo más firme y centralizado. Julio César, brillante estratega y político, comprendió esta necesidad.
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