LA ETERNIDAD

No se trata de ser el mejor en nada, pero sí de nada, pero sí de ser diferente en absolutamente todo.

- JAIME RODRÍGUEZ

EN EL AÑO 1992 mis padres nos llevaron a mi hermano y a mí a Disneyland, en París. El parque estaba recién inaugurado y este fue un plan para muchos de los niños de los noventa.

Por aquel entonces, mi hermano estaba en plena edad del pavo; siempre andaba por delante de nosotros, enfadado, quejándose y sin hablar mucho. Tenía 17 años: demasiados para un parque Disney y –según él– los suficientes para haberse quedado en Madrid y disponer de nuestra casa a su antojo.

Además del parque, pasamos un par de días en París y mi hermano pidió a mis padres una única cosa, un poco excéntrica para un chaval de esa edad: visitar la tumba de Jim Morrison en Père-Lachaise, el cementerio más célebre de la ciudad. Mis padres, pensando en que por fin haría algo que a él le apetecía, se lo concedieron.

Al llegar, un hombre nos dio las indicaciones de la tumba y caminamos en silencio hacia ella. A mí, sinceramente, me importaba bastante poco todo aquello, pero a medida que nos acercábamos al lugar, comencé a notar que en las lápidas había una palabra escrita que se repetía una y otra vez.

Jim.

Cuando ya sólo quedaban un par de metros para llegar a la tumba, la cosa se había descontrolado completamente: apenas podías ver la piedra de las lápidas por la tinta negra de las pintadas.

Jim. Jim. Jim Jim. Jim. Jim. Jim.

Al ver la tumba, una sensación que no podré olvidar jamás me invadió. Había paquetes de cigarrillos sin abrir, botellas de Jack Daniel’s enteras, cientos de cartas, velas encendidas y una docena de personas mirando en silencio la sencilla lápida.

Creo que mi hermano notó que yo estaba alucinando, me miró, sonrió y puso una mueca como diciendo:

—¿Ves? Te lo dije.