Nueva York

Ya sea en los suburbios, el centro o Brooklyn, ningún otro lugar del mundo hace que la noche brille más.

- Tara Isabella Burton

HAY TANTAS NUEVA YORK.

En Nueva York –visto hacia el norte, sobre el Battery Park– “nada está realmente cerrado”, dice Burton, la autora.

Hay una para los jóvenes, otra para los mayores. Está la de los recién llegados y la de los establecidos, la de aquellos en bancarrota y la de los ricos. Esa es la belleza de esta ciudad.

Por lo menos eso afirma Joe –nunca me reveló su apellido–, a quien conocí hace cinco minutos. Ya me invitó un trago y, conforme a la tradición de la arrogancia neoyorkina, me cuenta la historia de su vida. Creció sin un centavo en Queens, trabajó para superarse, se mudó a Londres, se hizo rico y se acostumbró a frecuentar bares como este: el Bemelmans, en el Hotel Carlyle, tal vez el último bastión de la elegancia estilo Edith Wharton en el Upper East Side.

“Timmy –pregunta Joe al cantinero de chaqueta roja–, ¿hace cuánto que vengo aquí?”.

Timmy se encoge de hombros. A Joe le gusta hablar con desconocidos y escuchar sus

historias. Disfruta el jazz, tomar champaña y mirar los murales en la pared del bar –obra de Ludwig Bemelmans, autor e ilustrador de los libros de Madeline–, un lugar que nunca imaginó que podría permitirse.

Pero, más que nada, a Joe le gusta Nueva York. “Aquí puedes ser cualquier persona”, dice.

Al caer el ocaso, el edificio Flatiron, en Manhattan, se rodea de luces que invitan a descubrir la ciudad.