LOS AÑOS IMPORTANTES de mi infancia tienen una huella oaxaqueña indeleble. Oaxaca es el lugar donde nací y es, por añadidura, el lugar donde aprendí a comer —chapulines, quesos enredados, tortillas del tamaño de un vinil—. Crecí en una familia tradicional, de esas que celebran la vida, la muerte y los ritos de paso con comida. Con tamales lo mismo en los bautizos que en los funerales.
Crecí comiendo moles de muchos colores: el amarillo en las empanadas afuera de la iglesia del Carmen Alto, negro en las bodas y mayordomías de los pueblos, en enmoladas de Los Pacos el día de mi primera comunión, almendrado en el restaurante El Catedral, coloradito cuando mi abuela sentía que la ocasión era especial y verde, mi favorito, en mis cumpleaños.
El mole, si no ha quedado claro, ocupa un lugar importante en mi vida, en mis nostalgias.
Alguna vez, persiguiendo clics en el mundo de la comunicación digital, publiqué una nota en respuesta a un encabezado que decía: “El mole es una mezcla absurda”. El texto era muy breve: una serie de puntos descalificando a este plato. Una opinión, muy válida, que tocó una fibra sensible. Yo —guiada tal vez por la intención menos noble y un sentimiento patriotero que pueden reprocharme—, sentí que era mi responsabilidad poner los puntos sobre las íes y explicar porqué creía que el mole es todo —complejo, profundo, ritual— menos absurdo.
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